¿A qué se debe la manía que tenemos de llenar de categorías nuestra cotidianeidad? Nos pasamos la vida clasificándolo todo. Tenemos amigos de la facu, del club, de futbol, de teatro, de la escuela. Tenemos ropa para andar y prendas que se usan sólo para “salir”. Hay vinos para ocasiones especiales y vinos para todos los días. Solemos usar la vajilla fina cuando viene la suegra, y dejar los platos baratos para cualquier otro ágape. Algunos suelen usar hojas especiales- las he visto amarillas- para desarrollar las preguntas de un parcial, claramente por cábala, y las de cuadernillo para tomar apuntes.
Existen quienes están obsesionados con los colores y tiene el placard ordenado según esa categoría, separando obviamente la ropa de invierno de la de verano. Y estamos los que no toleramos mezclar ropa blanca con ropa de color al momento de lavarla.
Sin embargo, estas clasificaciones no son las que me llaman la atención, dentro de mi accionar las creo lógicas y de una naturaleza claramente pragmática. Lo que me asombra y extraña, es la manera en que discriminamos personas, la forma que elegimos para nombrarlas y cómo naturalizamos esa discriminación, eso que la “Real Academia Española” define como seleccionar excluyendo.
Cuando interactuamos por primera vez con alguien no podemos evitar preguntarle qué hace de su vida, dónde vive, la edad que tiene y hasta algunas veces preguntamos a qué signo del zodíaco pertenece. Indagamos por la cantidad de hermanos que tiene y qué hacen sus papás. Pareciera que nos es imposible relacionarnos con otro sin caer en estos lugares comunes. Nuestro propósito parece evidente: descubrir en qué categoría encasillarlo y así facilitar nuestro diálogo. ¿No sería mejor dejar de lado los parámetros establecidos?
Debatimos si tal es gay, o aquel es rata; un debate que lleva a un sólo lugar, poder por fin encontrarle una clase. Todo aquel que no cumpla con los parámetros pasa a engordar la categoría de raro, lugar subjetivo si los hay. No paro de preguntarme qué es ser raro, y a medida que armo una posible definición no puedo evitar caer en ambigüedades tales como: aquel que no es normal… ¿qué es ser normal?
Como es de suponer, hay categorías que tienen más prestigio que otras. Los que no se bañan quedan automáticamente estigmatizados, los gordos son siempre el blanco de las bromas – lo bueno es que no nos reímos de ellos, sino con ellos –, los feos nos dan penita, aunque también están los feos con onda.
Los extranjeros, según de donde provengan y que formación tengan, pueden ser objeto de nuestra admiración, como también objeto de nuestras bajezas menos enorgullecedoras. ¿Por qué si un chico con rasgos bolivianos nos pregunta amablemente la hora en el subte seguro nos quiere “chorear”? Muy diferente es si la hora la pregunta un rubiecito de ojos claros, vestido a la moda, al que le da paja buscar su celular último modelo en su mochila Nike. Creo que más de una
se hace la linda.
Discriminar no es más que clasificar a las personas como si fuesen objetos. Creo que en su acepción peyorativa, tiene que ver con una clasificación que se hace a partir del desconocimiento del otro, o a partir de datos preguntados al azar como si fuesen la esencia de las personas.
Todo aquel que no se mueve de acuerdo a nuestros esquemas pasa a ser excluido automáticamente de nuestro entorno, de nuestra atención y de nuestras preocupaciones. ¿Existe una manera alternativa de relacionarnos que no tenga que ver con la reificación constante de los sujetos? Claro que sí, pero requiere de una sensibilidad que tenemos sin explorar, pero la tenemos.
Me animo a preguntarte: ¿qué te hace reír?